LOS INDIOS DORACES.
En Un pueblo visto a través
de su lenguaje, exhumo más de mil voces de los antepasados indígenas que
poblaron las comarcas de Dolega. Libro
hermoso, transido de amor a la autóctono, es, simultáneamente, testimonio
etnológico y ofrenda filial. Gracias a él no se ha perdido, en forma irremisible, el vestigio
cultural más importante del pueblo
dorace.
Ese solo esfuerzo basta para
que los panameños, particularmente los chiricanos, estemos en deuda con Doña
Beatriz Miranda de Cabal (qpd), pues sin esa abnegada y laboriosa tarea suya,
casi nada sabríamos de esos ancestros aniquilados por la borrasca histórica.
Ahora, en Dole-gó; el lugar
del colibrí, Doña Beatriz ha reunido diversos trabajos sobre su pueblo
nata. Mezcla infrecuente de sociología,
crónicas, lingüística y entrañable apego a lo propio, este volumen es una
aproximación feliz a lo que ha sido una comunidad chiricana a lo largo de
varios siglos.
Con prosa fluida y amena,
en la que se imbrican regionalismos con
reflexiones y giros cultos, la autora nos ofrece un perfil histórico y
espiritual de Dolega, una de las poblaciones más antiguas de Chiriquí.
Aquí están los doraces,
pobladores originales, de origen incierto, con sus mitos, afanes y costumbres;
aquí aquí están están las reliquias de aquel pueblo perdido; aquí están los frailes españoles, obsesionados
en expandir los dominios de su fe; aquí : aquí están las peripecias políticas y
felonías; aquí esta el esfuerzo tenaz por extender los beneficios de la
educación; aquí esta el trabajo cotidiano de agricultores, vaqueros, peones y
amas de casa; aquí están las manifestaciones religiosas; y está , sobre todo, el ojo que ha visto y sigue viendo con amor lo que ha sido y es.
¿Cómo doña Beatriz fue
entregada a su misión de educadora, a sus deberes de madre ama de casa, ha podido dedicarse a
desentrañar el pasado de su pueblo, a husmear fechas y datos, a recabar
informes y leyendas? La respuesta la da el amor: amor a su gente, amor a su
tierra, amor a la vida.
El amor es afán de conocer,
de poseer. Sólo se ama plenamente lo que
se aprende, lo que pasa a ser parte de uno; y esa apropiación se da atraves del
conocimiento, de ahí que doña Beatriz a
lo largo de su admirable vida, no haya cesado de inquirir, de ahondar en todo
lo relacionado con el pueblo en que nació.
Sin embargo, al margen de la
información histórica o sociológica, quizás lo más importante y atrayente de
este libro sea la lección de vida que condensa. Que una mujer inteligente y sensible, además
de ilustrada, haya consagrado su larga existencia a la observación y el estudio
de lo autóctono inmediato, es admirable.
Y más lo es si consideramos
que el medio nuestro, indiferente cuando no hostil, más bien desalienta que
promueve los empeños del espíritu.
Entonces, ese fervor hacia
lo propio es, por si solo, virtud sobresaliente; más es mérito áureo si se
traduce, como en este caso, en creación que induce a otros a continuar la senda
del estudio y la exaltación de lo mas genuino y valioso de si.
En resumen, con su obra,
doña Beatriz Miranda de Cabal, dejo un legado que las generaciones venideras
tendrán, necesaria y obligatoriamente, agradecer y venerar.
Los Doraces; cientos de años
atrás, cuando el sol, el cielo y las montañas eran los signos que atraían la
miada del habitante primitivo, aquí en estos llanos abiertos, las miradas de
los primeros doraces se alzaban hacia el infinito: y la
belleza suprema del cielo azul, de las altas montañas y del abierto horizonte
fueron fuerzas que atrajeron sus miradas y encaminaron sus pasos.
El dorace se acostumbro a
mirar hacia lo alto; el dorace crecio viendo horizontes amplio; sintiendo la
llamada de otros caminos que conducían a otras regiones y a otros pueblos. Y el dorace nuevos senderos y conocio otras
gentes. Y el dorace aprendió otros modos
de vivir.
El dorace conocio otros
pueblos y supo de gente nuevas que llegaban en casas sobre el mar, y podián
llevar en sus manos la luz y el trueno,
comprendio que era bueno aprender de aquellos hermosos “siguas” todas
esas cosas harían al indio a ser mejor y vivir mejor.
En documentos religiosos,
judiciales y políticos de la época de la conquista; en relaciones de
conquistadores y misioneros se habla de los doraces, que algunas veces se les sitúa en territorios hoy de Costa Rica o se les considera como
parte de la nativa del istmo. De estos
datos históricos y de los rastros dejados por ese pueblo, deducimos que los
doraces eran ua especie de federación compuesta de muchas tribus distribuidas,
desde las vertientes del Volcán Barú hacia el noroeste, hasta las costas de
Burica, por el suroeste; y desde las laderas del Barú hasta las llanuras de la
costa pacifica, por el sur, y por el este hasta las riveras del Río Chiriquí.
La razón vital determinante
de la ubicación de los palenque doraces era la existencia de una fuente de agua potable en un “go” o bosquecillo a cuya sombra podían
descansar. Nuestro palenque en especial
debe su nombre a la abundancia en esta área del colibrí o visitaflor: dole =
colibrí; gó = mata. El termino DOLE-GÓ,
con el transcurso de los años, fue modificándose hasta quedar en el nombre
actual: Dolega.
La distintas tribus doraces,
denominadas según los sitios en donde asentaban, o por alguna característica de
usos y costumbres, tenían algunos vínculos comunes. Según decían ellos, provenían de gentes venidas del Norte (Méjico, Guatemala)
que poseían conocimientos y modos de vivir distintos y mejores a los de los
pueblos ya asentados en el Istmo.
Habian desarrollado nociones
o principios religiosos y morales tales como la creencias en un Dios superior,
el concepto del Bien y del Mal y del alma inmortal. Poseían tradiciones y un lenguaje común,
compuesto por mas de mil (1,000) vocablos, con los que expresaban perfectamente
sus necesidades, sentimientos y deseos.
Tambien fueron dueños de una organización política y social que, aunque
rudimentaria, constituía un desarrollo cultural apreciable.
En algunos de los viejos
relatos se habla de unos indios que se decían “cheroquis” o “Chiriquí”, que se establecieron en las lagunas del
Chiriquí Grande y que luego pasaron la cordillera, se radicaron en las tierras
de la costa pacifica y dieron nombre al lugar.
Estos posiblemente pueden haber sido los antepasados lejanos de los
doraces. Pero haciendo deducciones
sacadas del relato referente al origen
del maíz, a la presencia de hombre blanco, al nombre Moctezuma hallado con
frecuencia en remotas relaciones, y a los restos de construcciones y
estructuras semejantes a las de Palenque de Copán, podemos también pensar en
inmigraciones mayas ocurridas en tiempos remotos.
¿Cheroquíes, mayas o aztecas? Quién lo sabe. Pero la verdad innegable,
comprobada por los testimonios de la
escultura y la cerámica, es que estos pueblos doraces tuvieron relaciones de
diferentes orden con los pueblos aborígenes de Centro América: la céramica
policromada, los dibujos estilizados, las figuras talladas en barro y piedra,
los vaciados en oro, prueban una intima relación con los pueblos indígenas
vecinos del golfo de Nicoya y con los del
Centro de Guatemala y Honduras.
La palabra Tisingal, de la cual algunos
historiadores guatemaltecos dicen que se deriva la palabra Teguciagalpa
(“Centro de Plata”), acá en el Istmo era bien conocida. Era el nombre con que se designaba la famosa
mina de la Estrella, filones de oro según algunos: mina de preciosas
esmeraldas, según otros. Y de allí esta
nuestro Tisingal, en las riberas del Chiriquí Viejo, con sus ubérrimas tierras
inagotables, con sus bosques sombríos y
con su nombre evocador y sugerente.
Cuantos no se habrán dicho: ¿Por qué es lugar se llama así?, ¡Algún
buscador de oro, cansado de andanzas, al posar en esta tierra rica dijo: “este
es mi Tisingal” y quedo bautizado el sitio? Pero ese nombre si indica una
relación que convida a investigar.
Aunque hasta ahora solo
hallamos breves referencias en los textos de historias de Costa Rica, Nicaragua
y Colombia, lo cierto es que la llegada
de los españoles, la tribu de los doraces era una de las más numerosas y de las
más adelantadas.
Pero estas breves
referencias )quizás muchas veces equivocadas como ésta: “Donde los doraces estaban muy alzados”, no son las que nos hacen
comprender mejor ese pueblo desaparecido, sino las crónicas y los relatos de
los misioneros que estuvieronh en contacto con ellos y participaron en el
proceso de la incorporación de esas tribus al nuevo orden de vida impuesto por
la colonización española. Las
tradiciones conservadas por el pueblo nos permiten conocer la vida, las
costumbres, las creencias, las relaciones con otros pueblos, la organización
política y la manera de aceptar la nueva cultura y hasta su actitud en el nuevo
cambio producido por la emancipación de las colonias.
Han pasado muchos años desde
que la señora María de Jesús Samudio de Ortega nos refiriera los “Cuentos de la
remetería”. Es mucho tiempo y
quisiéramos que conociéramos un poco más de nuestra bisabuela. En lugar su pasar sin regreso se ha operado
los cambios incontables de la vida.
Muchas de las oscuras
cabezas que la rodearon curiosas en aquel tiempo, lucía blancos mechones, y los
luminosos ojos, asombrados por los extraños relatos, tienen ya velos y sombras
y quizá alguno para leer estos cuentos viejos, tendrá que pedir ayuda a los
lentes, los maravillosos “ quibil ba ocó” (=espejuelos)de los “vecinos Sigua”,
los buenos “vecinos blancos” que tuvieron el valor de quedarse a vivir con los indios.
Pero la imagen de la anciana
quedo firmemente grabada en la memoria y podríamos retratarla tal cual la
conocimos entonces. La gente afirmaba que tenia más de un siglo porque de los
más viejos del pueblo la habían conocido siendo niños y ya para entonces
parecía tener a misma edad. Aseguraban
Que “Ña María”, aunque no
era bruja, conocía “Secretos” de sus antepasados, uno de los cuales era el de
no envejecer, que podía entender el lenguaje de los pájaros y podía oír las
voces de los muertos que reposaban en las “huacas”.
Estos eran decires que
rodeaban a la anciana de un círculo misterioso que se desvanecía cuando se le
trataba de cerca. Probablemente todos esos rumores habían nacido de algunas
costumbres que parecían raras, o de su manera de ser, en la que algunas veces
dominaban la costumbre aprendidas de los blancos, a los que ella admiraba por
la sabiduría, aunque en otras ocasiones era típicamente indígena.
Físicamente era una india
pura, pero ella decía que uno de sus bisabuelos había sido un blanco, vecino de San Lorenzo y que otro de sus antepasados había sido un
“toasqui”, Balú de mucha gente.
Fuera como fuese, lo cierto
es que era un notable casco de función
de sangre y de costumbre.
Siendo joven, fue llevada a
Alanje (Río Chico) y en esa casa de una familia principal aprendió la doctrina
cristiana, aprendió a leer y aprendió todas las artes domesticas de aquel
tiempo.
De estatura regular, sus
movimientos tenían una singular elegancia y distinción. Sus
pequeños ojos almendrados daban vivacidad a su rostro de piel oscura, tersa y
fina a pesar de los años. Nunca altero
su cara un movimiento brusco, y al hablar o reír lo hacia tan suave y
discretamente, que sus labios no mostraban la falta de los dientes. Siempre
llevó sus cabellos cubiertos con una especie de pequeña cofia, rizada en la
frente y que se anudaba por detrás, de
modo que los cabellos quedaban perfectamente sujetos. Esto, decía ella, debían usar – las mujeres,
sobre todo cuando van a cocinar. “Así lo
enseño el padre Chamorro y todo lo que le padre Chamorro enseño, fue para bien
de los indios”.
Usaba unos vestidos de corte
anticuado. Blusa sencilla y ajustada, de
manga larga de esas llamadas “basquiñas”, una larga falda de muchos vuelos y
nunca usó menos de tres enaguas.
Aunque su esposo era blanco y un hombre trabajador y bueno,
ella en realidad era el jefe de la numerosa familia y sus disposiciones y
órdenes eran acatadas por todos dócilmente.
El honor a ella hay que decir que todos sus actos estaban revestidos de
sensatez y que sus maneras
admiraban por la finura
delicadeza. En muy pocas las familias
campesinas se han practicado costumbres tan hermosas como en esa familia. El saludo diario, el dar las gracias, la
oración en común, la hospitalidad y la ayuda a los necesitados, eran parte
de ellos como la bebida diaria.
Vivian como en tribu o
palenque en las cabeceras del Cochea.
Una especie de Comunidad gobernada por una anciana discreta, valerosa y
experta. En esos bosques tenían sus
fincas y sus ranchos, cómodos y limpios.
Pero en ciertas temporadas, salían a trabajar a las fincas de Boquete o
pasaban algunos días en los pueblos para las grandes festividades
religiosas. Algo que los distinguía de
los demás campesinos: cuando salían en grupos a otros lugares, ocupaban alguna
huerta aislada y allí hacían sus rancherías y preparaban sus alimentos, sin
molestar a nadie. Por el contrario nunca
faltaban los "arrimadillos”.
Para Semana Santa toda la
enorme familia se presentaba vestido de negro, sin exceptuar los pequeños. Los preceptos cuaresmales eran cumplidos con
estricta obediencia y con la mejor voluntad cooperaban con el Párroco.
Gracias a la tenacidad de la
Sra. María, el lenguaje de los dorasques se conservo en la familia, ella no se cansaba de enseñar a sus hijos,
nietos y bisnietos, el lenguaje de los antiguos pobladores. Para ella fue una temporada de plenitud
espiritual los día que paso evocando recuerdos, refiriendo cuentos viejos y
dictando el vocabulario de la “lengua de montaña” – ya solo para ellos conocida
– para que quedara escrita y no se olvidara.
Quizá allá en el
subconsciente, por sobre la doctrina aprendida y practicada con tanto fervor,
se mantuvieron los principios religiosos
de sus abuelos, principios que en muchos aspectos se parecían a los de la religión
católica.
A lo largo de los relatos
que presentamos podemos darnos cuenta de las ideas, sentimientos, costumbres y
organización social del pueblo de los doraques.
Posiblemente muchos
encontraran estas narraciones ingenuas, desmañadas y de poco valor. Tal vez para encontrarles la gracia se deberá
tratar de tener “alma de indio” para poder sentir la emoción y el asombro
causado por los fenómenos naturales o ante aquellos otros que la fantasía
forjaba sobre sucesos inexplicables. Una
cinta magnetofonía nos hubiera permitido hoy, por lo menos, volver a escuchar viva la voz de “Ña María”, sus
acentos, sus pausas y su pronunciación.
Volveríamos a escuchar emocionados las rituales “recomendaciones” a los
muertos, cuando antes de enterrarlos se les mostraba todas las cosas que se les
preparaban “para el viaje por el angosto camino que te llevara a las sabanas
donde siempre es día de sol”.
Con asombro el escuchar
“Badeta, badeta, ulá-duac. Tu shi
quishí”…nos parecerá ver remontarse los pájaros norteños, que llevaban y traían
los mensajes de tierras lejanas.
Con emocionada angustia
seguiríamos al “chol balsa”, el joven Balsá perseguido por los perversos
“dagos” que no querían él los enseñara a los indios las cosas buenas que él
sabía y con las que podían defenderse de su poder maléfico.
No fue posible que los
“cuentos” de la remotería se conservaran en la voz salmadiosa de la narradora,
con las mismas palabras de la vieja lengua que ella guardo con respetuoso amor.
No tenemos la presunción de
que estos relatos sean considerados monumentos literarios, ni joyas
artísticas. Al presentarlos solo nos
mueve el deseo de preservar del olvido el nombre siquiera de los primitivos
pobladores, de cuya existencia quedan tantos rastros materiales y cuya vida y
alma se percibe a lo largo de la narración y en el vocabulario guardado con
místico respeto.
Hay tanta desproporción
entre estos cuentos simples y un “Chilam-balam-de Chu Mayel”, o un “Popol-Vugh
(¿Popol Boodk?) Como la que hay entre los teocalis de Tehotihuacán y la Piedra
Pintada de Caldera.
Pero en las monumentales
pirámides y en la tosca piedra oscura hubo una mano que porto un instrumento y
trazo signos y figuras. Lo que queda
esas manos, lo que podemos entender de esas vidas que fueron y pasaron con sus
sentimientos e ideas, eso es lo que interesa y lo que aún conmueve nuestra alma.
Sin nuestra comprensión es
incapaz de abarcar o sentir en toda su magnitud el asombro de ver hombres
transformados en fieras, de ver fantasmas que vuelven a sus casas y hasta se
aceran a los seres queridos que dejaron, sí podemos sentir las emociones y los
dolores que ellos sintieron, el misterioso impulso que levanta el espíritu
hacia la bondad y la hermosura.
Aún crispa nuestro nervioso
el chasquido de los pies de piedra del indio Jerónimo que viene en la noche a
explicarle a su padre por qué se ha quedado encantado en las cabeceras del
turbulento río; también sentimos la honda angustia de la madre que ante el
peligro der ver a sus hijos destrozados por demoniaca fiera, pide el incomprensible, todo poderoso que los transforme en seres
insensibles.
A través de los vagos
relatos se dibuja nuestra tierra con sus bosques, ríos, montañas y
llanuras. De los senderos que llevaban
las filas de indios desde un mar hasta el otro, muchos se perdieron, pero
muchos señalaron los rumbos de hoy. El
maco del paisaje, los detalles característicos, son los mismos que contemplaron
los indios hace cuatrocientos años: el Barú; los picachos de la Cordillera, las
lagunas misteriosas con sus peces sin ojos; los turbulentos ríos que crecen en
verano; los cristalinos arroyos que riegan las sabanas; los barrancos y las
piedras enormes con sus grabados herméticos; las estatuas colosales ocultas en
la selva, indicadoras del paso de gentes de tiempos remotos; nombre que se
oyeron entonces y se oyen hoy también, son como esos ecos de voces lejanas
mezcladas en la lengua nueva: Risacua, Changuinola, Cantupí, Guigala, Gariché,
Orrálico, Guiagara, Sigua, Espavé, Nance, Matamba, Jagua, Tumba y tantas otras
que sirven de testimonio a nuestro pasado, casi desconocido.
Del estudio de los relatos
se pueden deducir conclusiones, comunes a la generalidad de los indios de la
época precolombina, pero hay otras muy singulares, de las que se desprenden
conocimientos interesantes. Por ejemplo,
la redondez de la tierra en el relato llamado “Ushúa-see”; el respeto a la Consanguinidad, en el relato del “Balú
Ac-Shilá” y en “Nol Muá” la fe de la madre en un Poder superior capaz de
transformarlos en seres distintos para liralos del horror de ser destruidos por
seres diabólicos.
Quedan aquí escrituras como
un tributo a a memoria de la Señora María y para que siquiera en parte se
cumpla la promesa de que mientras haya alguno que guarde la lengua de los
“Dorasques” hay esperanza de que este pueblo vuelva a ser lo que fue.
Cuento
EL
SALVAJE
“El Salvaje” era un gigante
de piedra que recorría las cordillera gritando y asustando a toda la gente. Como no tenía coyuntura él no podía sentarse
nunca y para descansar se recostaba en la montañas. De la cumbre de Cerro Hornito daba un paso y
quedaba en Cerro Viejo; daba otro paso y quedaba en la India Vieja y de allí a
Cerro Horqueta y por último a los Picachos que quedan tras Barú. En la mano llevaba una rama de árbol arrancada
al pasar en su viaje, viaje que luego repetía al revés, perdiéndose entre los
riscos del Pavón y Cerro Iglesia más allá de las montañas de Tolé. Se decía que el “Salvaje” tenían una jauría
de perros encantados a los que llamaba con el grito de “Chopo, jo, jo”, y al
que los perros contestaban con un ladrido distinto pues en vez de decir “Jau,
Jau” dicen “Jei, Jei” en tono de lamento o de temor.
Cuando el salvaje recostado
en las rocas del Barú, se rascaba con ellas las espaldas, temblaba la tierra.
Muchos cazadores y
guaqueadores perdidos en las oscuras selvas cuentan que han oído los gritos del
“Salvaje” llamando a sus perros, y hasta alguno ha visto s, u enorme cuerpo de
piedra inmóvil y silencioso entre los montes*.
*Posiblemente el origen de
este “cuento remoto” se halla en la existencia de estatuas colosales, dispersas
entre los bosques, una casualidad hallada.
otComo los monolitos de Barriles;
Otras vistas de paso y otras aún no descubiertas.